EL CRISTO DE VELÁZQUEZ. GIANFRANCO RAVASI
La horrible ejecución por crucifixión fue ampliamente practicada por los Romanos con esclavos y
rebeldes de las provincias de su imperio. La cruz consistía en un leño clavado en el suelo al que se
añadía un travesaño que portaba el condenado hasta el lugar del suplicio. Es san Pablo quien exalta
el significado teológico de la cruz a la que ve como el símbolo fundamental de la fe cristiana, la
cumbre de la Encarnación. Este símbolo ha marcado no solo la fe cristiana, también el arte y la
literatura de todos los siglos. Lo ha hecho con la obra de Miguel de Unamuno, dedicado a la
filosofía y al ensayo, -con obras célebres como Del sentimiento trágico de la vida (1923) y La
agonía del cristianismo (1925) -, y también a la ficción, a la poesía e incluso al teatro. Tomaremos
uno de sus poemas, El Cristo de Velázquez, 2538 endecasílabos sueltos distribuidos en cuatro partes
desiguales, publicado en 1920. La inspiración surge para Unamuno de la contemplación de un
cuadro del pintor español del siglo XVII: “Por virtud del arte en forma te creamos visible. Vara
mágica nos fue el pincel de don Diego Rodríguez de Silva Velázquez. Por ella en carne te vemos
hoy”. La representación de Velázquez permite al escritor dar un cuerpo a esta verdad cristiana. De
este modo, Cristo es el “cuerpo de Dios”, es el “Dios visible, el Hombre”, es más, es “toda la
Humanidad”. Los dos brazos del crucifijo se entrelazan, el vertical de lo divino y el horizontal de lo
humano. Los símbolos se multiplican. No en vano, la “oración final” del poema es la llamada de un
alma que se dirige a Cristo. Los estudiosos de Unamuno discutieron mucho hasta qué punto
proclamaba una fe trascendente o solo intuía en el Cristo de Velázquez un símbolo de humanidad
plena, aunque con los rasgos de Jesús de Nazaret. La cuestión es difícil de dirimir porque el
lenguaje poético no puede tomarse como una declaración teológica. Lo cierto es que en Sobre el
sentimiento trágico de la vida Unamuno no dudó en escribir: “Y sólo hay un nombre que satisfaga a
nuestro anhelo, y este nombre es Salvador, Jesús, Dios es el amor que salva”. Si don Miguel
permaneció fuera de la Iglesia, como se desprende de sus textos, lo cierto es que su mirada siempre
traspasó la puerta del templo hasta la imagen del Cristo crucificado. Por tanto, dejamos aquí al
lector el juicio sobre la búsqueda de este gran personaje a través de unos versos “eucarísticos” de la
primera parte del Cristo de Velázquez: Amor de Ti nos quema, blanco cuerpo; amor que es hambre,
amor de las entrañas; / hambre de la Palabra creadora / que se hizo carne; fiero amor de vida / que
no se sacia con abrazos, besos, / ni con enlace conyugal alguno. / Sólo comerte nos apaga el ansia, /
pan de inmortalidad, carne divina. / Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre, / ¡oh, Cordero de
Dios!, manjar Te quiere; / quiere saber sabor de tus redaños, / comer tu corazón, y que su pulpa /
como maná celeste se derrita / sobre el ardor de nuestra seca lengua: / que no es gozar en Ti: es
hacerte nuestro, / carne de nuestra carne, y tus dolores / pasar para vivir muerte de vida. / Y tus
brazos abriendo como en muestra / de entregarte amoroso, nos repites: / “¡Venid, tomad, comed:
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éste es mi cuerpo!” / ¡Carne de Dios, verbo encarnado, / encarna nuestra divina hambre carnal en
Ti!”
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