Estética de la luz. Espido Freire
Se consideró necesario anunciarlo de manera evidente, y en Juan 8:12 podemos leer:
Yo soy la luz del mundo; el que me siga no andará entre tinieblas, sino que tendrá la luz de la
vida. Durante la Edad mMedia, la búsqueda de esa luz se convirtió en una nueva obsesión: la
claritas, la luminosidad, no podía disociarse de la belleza, y por ende, de Dios de quien
procedía todo lo bello, lo bueno y lo dotado de forma.
Si una de las señales más claras del abandono de la fe radicaba en sentirse perdido en
la oscuridad, y la petición de ser iluminado brotaba de manera natural en el creyente, poco
faltaba para que se entablaran discusiones sobre este tema, para que el acceso a este misterio
requiriera de una metodología de la que se ocupó el propio Santo Tomás de Aquino. La luz
permitía que lo bueno se revelara a los ojos humanos. Y cuando esa teoría se volcó en el arte
que glorificaba a Dios los edificios cambiaron para elevarse hacia lo alto y permitir que en sus
paredes, mucho más ligeras, la piedra se tallara como encaje y las vidrieras de colores
resplandecieran como debía hacerlo el templo de Jerusalén, como debían ser las visiones de
los santos y las apariciones de los ángeles.
Sin esta estética que colocó en pleno gótico a la luz como un elemento central de la
adoración a lo divino no podríamos entender ahora ni el desarrollo del arte Europeo ni gran
parte de las metáforas que hemos construido sobre él. Esa belleza, ese resplandor no podía
asirse, sino que solo el alma podía sentirlo, porque lo invisible llama a lo invisible. Como una
pincelada de la realidad que se encuentra más allá, la luz convierte el suelo o las paredes en
una joya reluciente de colores, en la que los fieles se sentían envueltos y en la que la presencia
y la intuición de Dios resultaba mucho más inteligible.
El siglo XX, sin embargo, trajo otras realidades más palpables. Si bien se continuaron
construyendo catedrales, el espacio y las necesidades urbanas nada tenían que ver, en la
mayoría de los casos, con las proporciones y con la calma con la que el gótico había armado
sus templos. Naves, estructuras brutalistas, bajos de edificios o parroquias de ladrillo y vidrios
de colores se integraron de los nuevos barrios desarrollistas, a veces con el sueño de
convertirse en otra cosa, otras convencidas de que no era la forma debía supeditarse a la
función, y que poco importaba cómo fuera el lugar mientras los fieles lo entendieran como
propio. Algunas de esas iglesias urbanas, lejos de las velas o las vidrieras, se iluminan con
neones o bombillas, combaten el calor o el frío con sistemas de aire y se encuentran tan lejos
de la estética de la luz como cerca de las necesidades cotidianas.
Y he aquí que la luz, que no se identifica ahora con la claritas sino con la electricidad, ha
subido tanto en los países europeos, en una especulación bárbara y sin sentido, que algunas
parroquias han anunciado que tendrán que reducir sus servicios o celebrar la misa en
semioscuridad. No hay ventanas que alivien las tinieblas, ni pueden, pequeñas y humildes,
pagar un bien básico que no solo permite ver sino imaginar lo que no vemos. Estos tiempos no
entienden de mística, ni del suave consuelo de la belleza. Y nosotros, pobres mortales,
continuamos buscando a tientas, como siempre, esa luz que nos ilumine.
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