¿Y por qué no? Jesús Sánchez Adalid
En el inicio del proceso sinodal, al final de sus palabras, Francisco hizo una
llamada: “no nos dejemos abrumar por el desencanto, no diluyamos la profecía, no
terminemos por reducirlo todo a discusiones estériles”.
Me impresiona mucho esta insistencia tan explícita del Papa. Me parece que es
la clave. Porque, al menos en España, se constata cierta resistencia a las reformas
emprendidas. Negar esto es cerrar los ojos ante la evidencia. Falta entusiasmo y no son
pocos los que muestran con significativos silencios su oposición a un verdadero y
profundo cambio en la Iglesia. También en privado hay quien se opone abiertamente a
esta iniciativa que consideran inútil o peligrosa. Por no hablar de los agresivos ataques
e incluso los insultos proferidos en determinados medios ultraconservadores,
amparados en el cobarde anonimato de la red.
Todo esto es muy humano. El miedo al cambio suscita una serie de reacciones.
Ante lo novedoso y desconocido, surgen mecanismos de defensa: arrogancia,
autoengaño, resignación o simple desilusión. No resulta fácil cuestionar una parte de
las fórmulas y modos con los que hemos ido establecido nuestra identidad. Puede
parecer que se camina en una dirección aterradora: cuestionarnos a nosotros mismos.
Pero el mayor enemigo en este caso no es el miedo, sino la pereza. Y me refiero al
significado original que nos revela la raíz etimológica de la palabra “pereza”, del
griego acedia, que es apatía, tedio, abatimiento o tristeza de ánimo que impide hacer
aquello que se intuye o se sabe que se ha de realizar.
Han pasado más de 500 años desde de que Tomás Moro elaborara su célebre
Utopía, y uno no puede dejar de permitirse la necesidad de recordarlo en este caso. Si
pudiera parecer que andamos escasos de milagros, habría que pensar si nos ocurre lo
mismo con las utopías. O será que las evitamos. ¿Acaso hemos sido contaminado
finalmente por el relativismo y el utilitarismo? ¿Por qué no detenernos en el pálpito de
utopía que envuelve el corazón de la sinodalidad? Este ha de ser un movimiento
aventurero, que celebra la vida sin miedo, que cree que las cosas pueden y deben ser
mejoradas. El Sínodo es la posibilidad de avanzar, no temer las dificultades, no
anclarse en tradiciones o rutinas simplemente porque han sido hasta ahora transitadas
y cómodas. Precisamente, este camino parte de observar minuciosamente la realidad.
Iglesia y utopía caminan de la mano, lo han hecho siempre, y ahora siguen juntas. Ser
creyente es ser capaz de creer en mundos posibles, utopías, al fin y al cabo. Y la Iglesia
avanza en nuestra resistencia al mal, en el conocimiento de los caminos de fraternidad
que debemos recorrer, y en nuestra capacidad de propuesta frente a una sociedad
demasiado centrada en el enriquecimiento egoísta y en el desprecio del pobre. No se
trata pues de ser ilusos, sino ilusionados.
A eso se refiere Francisco cuando, en su homilía del domingo día 10 de octubre,
nos dice: “El Espíritu nos pide que nos pongamos a la escucha de las preguntas, de los
afanes, de las esperanzas de cada Iglesia, de cada pueblo y nación. Y también a la
escucha del mundo, de los desafíos y los cambios que nos pone delante. No
insonoricemos el corazón, no nos blindemos dentro de nuestras certezas. Las certezas
tantas veces nos cierran. Escuchémonos”.
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