Piedad. Espido Freire


 Hace poco me encontré en una conversación en el que algunos estudiosos del arte
discutían acerca de arte religioso; superado el escurridizo escollo de diferenciar el arte sacro
del de temática religiosa la conversación acabó en una interesante pelea amistosa con la
ambición de definir cuál de todas las bellísimas pinturas, esculturas o frescos era la más bella
de las realizadas por el ser humano, y cuál la más relevante.
No existió demasiada duda respecto a la más hermosa: ante nuestra imaginación y
nuestra memoria apareció, cálida y conmovedora, la Piedad de Miguel Ángel, que une al hijo
muerto y a su madre. Libre de la cruz y sus rigores, el cuerpo hermoso y herido de Jesús yace
en brazos de una Dolorosa tan real, tan corpórea, que su sufrimiento no ha envejecido un solo
día.
Pero la conversación comenzó a enrevesarse cuando abordamos cuál considerábamos
más relevante: para unos, sin duda, la Capilla Sixtina debía encabezar la lista: su Cristo
lampiño, su Dios Padre barbado, la calidad del dibujo y la potencia del conjunto no permitía
vacilaciones. Pero resultaba evidente que pecábamos de eurocéntricos: quizás la imagen de la
Virgen de Guadalupe tuviera un calado mayor. ¿Y qué pasaba con el primer crucificado, el
rastro apenas trazado en el Imperio Romano que daría después origen a centenares de Cristos
en la cruz, humanizados o mayestáticos, solemnes o arrasados? ¿Qué ocurría con las
deliciosas Vírgenes de azul y nácar, que llevaron consigo la vocación mariana y el culto a la
Inmaculada durante todo el Barroco, algunas de ella de calidad dudosa, pero tan reconocibles y
queridas como las que pintó Murillo?
La memoria emocional se entremezclaba con el calado popular, y los ejemplos
continuaron, desde los mosaicos de Santa Constanza de Roma o las cúpulas de Rávena a la
Majestad Batlló o el tapiz de la Creación de la Catedral de Girona. Pero ya entonces yo
pensaba en la obra literaria que yo escogería si la discusión tomara esos derroteros. No es una
respuesta sencilla, aunque muchos de los textos religiosos hayan envejecido, ligados a su
lenguaje, de manera más dramática que el arte, y por lo tanto sean menos los que lean los
lectores, frente al conocimiento general del curioso de los museos.
Y sin embargo, mi primera respuesta hubiera sido la misma a la que llegué tras repasar y
revisar lo que conocía y lo que desconocía, los encendidos arrebatos de Lope de Vega y los
diversos Espejos del alma, el Mester de Clerecía, las Moradas teresianas o los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola, las Cantigas, De los nombres de Cristo o las diversas
Vidas: si hubiera de quedarme con una única obra literaria que representara la más alta cumbre
de la experiencia religiosa, serían las palabras de San Juan de la Cruz, atravesado de luz y
fuego, atónito ante el descubrimiento del Amor.
¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más
profundo centro!
No es otro el objetivo del arte que convertir en real para unos aquello que otros
experimentan; y estos versos comparten, como ningunos, la ternura y la sorpresa, la pasión y la
delicadeza, aquello que solo intuimos con lo que deseamos compartir con el poeta. No son

versos, sino antorcha. Suspenden el tiempo, como se encuentra detenido en el mármol frío que
calca las manos de María, abren puertas cerradas que pronto nos estarán de nuevo vedadas.
Nos permiten olvidar lo que vemos o leemos para sentir eso mismo. Y si no para eso, ¿para
qué ha de servir el arte?

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