Trascender la trivialidad. Francesc Torralba

 La crisis que padecemos no es solo de carácter sanitario, económico y

social. Es una crisis global, una transformación que afecta a todos los ámbitos

de la vida, la esfera social, política, educativa, sanitaria, el Estado de Bienestar,

las comunicaciones, el sistema de valores.

Todo cruje. No sirve mirar a otro lado. Se podía hacer hace unos años.

Ahora no. La crisis es sonora y afecta a todo tipo de colectivos. Asistimos al

final de un modelo, de un tipo de vida, de una forma social y económica.

La crisis afecta la vida mental y emocional de los ciudadanos, la calidad

de sus vínculos y relaciones, también su sistema de creencias, de valores e

ideales. El efecto que tiene es de carácter global, a pesar de que solamente

nos percatamos de sus efectos en el ámbito de lo tangible, de lo visible, de lo

que se puede cuantificar.

La multiplicación de noticias negativas colapsa el ciudadano de a pie. El

estómago ya no da más de sí. Se dilata, desintegra lo recibido, pero el chorro

de desgracias y de calamidades fluye con tal celeridad, que se colapsa y se

corta la digestión.

La crisis que padecemos es global y estructural. Es vano esperar una

solución trivial a la misma. Trivial viene del latín, tri-via (cruce de tres caminos)

y suele denotar tópico, vulgar, mediocre e insignificante. Podríamos definir

trivial como la postura que se interesa solo por la superficie de las cosas, no

por sus causas ni interioridades; la postura que no distingue lo esencial de lo

accidental. La trivialidad, como recuerda Erich Fromm, deriva del vacío, de la

indiferencia y la rutina o de cualquier cosa que no esté relacionada con la

misión esencial del ser humano en este mundo: nacer plenamente.

En los últimos años se ha hablado y escrito abundantemente sobre la

indignación. La indignación no es un acto libre, ni el fruto de una decisión de la

voluntad. Es una emoción tóxica, un sentimiento hostil que se aprisiona del

alma del ciudadano independientemente de su voluntad. Uno no decide


indignarse. Simplemente, se indigna, siento que no ha sido tratado con

dignidad, que ha sido manejado como un objeto, como una cosa, como una

operación mercantil y se indigna.

Otros ciudadanos han optado por encerrarse dentro de una cápsula

insonora y vivir ajenos a lo que ocurre en el ancho mundo, ignorando el destino

de vecinos y conciudadanos, cultivando el propio jardín, como sugiere Voltaire,

blindándose dentro de una pequeña burbuja, aparentemente ajena al fluir de

los días y las tragedias.

Es falsa esta salida. Las burbujas son frágiles y efímeras. Vivimos

interconectados. Somos interdependientes. Lo que ocurre a los otros no es

ajeno a nuestras vidas. Aunque uno se esfuerce por preservar el microclima

dentro de su burbuja, ésta no es ajena a la presión exterior, ni a las partículas

tóxicas que fluyen en la atmósfera social.

La vida emocional no es ajena a la crisis global que estamos

padeciendo. Las vivencias que vivimos en el adentro tienen una inmediata

correlación con lo que ocurre en el afuera. Somos seres permeables, en

permanente comunicación con lo que acontece más allá de los límites de

nuestra piel.

No podemos ser indiferentes a la crisis de sentido que ha activado la

crisis. No puede sernos ajeno el sufrimiento del otro. En ello nos jugamos la

humanidad, nuestra condición de seres humanos. Si un ciudadano tira la toalla,

porque cree que no hay nada que hacer, no solo ha fracasado él; hemos

fracasado todos.


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