JESÚS, UN NIÑO JUDÍO. GIANFRANCO RAVASI
El texto del evangelista Lucas tiene 14 palabras: “Cuando se cumplieron ocho días para circuncidar
al niño, le pusieron por nombre Jesús” (2,21). Mateo es más conciso: después del nacimiento del
bebé, José, el padre legal, “le puso por nombre Jesús” (1:25). La circuncisión y la imposición del
nombre son los primeros eventos públicos del hijo de María, mujer judía y, por tanto, madre de un
hijo judío. Con Abraham ya se explicitó el valor simbólico de la circuncisión, practicada además
por otras culturas y religiones como el islam. El Génesis no duda en afirmar que ese gesto es signo
de la alianza entre Israel y Dios (17,10-12). Como confirmará el apóstol Pablo, Jesús “nació del
linaje de David según la carne” (Romanos 1,3). Por eso, - y lo repetirá el Concilio Vaticano II -,
Jesucristo es y seguirá siendo judío para siempre. Lucas nos habla de otro evento ritual (2:22-40)
cuando el niño tiene solo 40 días y sus padres han de viajar de Belén a Jerusalén. El evangelista se
refiere a dos textos bíblicos: el primero relativo al rescate del primogénito que, por ley, estaba
consagrado a Dios (Éxodo 13,2); el segundo, el que determina el sacrificio animal para la
readmisión de la madre a la comunidad, después del período de “impureza” sacra ligada al parto
(Levítico 12,8). “Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo
llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: ‘Todo
varón primogénito será consagrado al Señor’, y para entregar la oblación, como dice la ley del
Señor: ‘un par de tórtolas o dos pichones’”. Imaginemos a esta pequeña familia entrando en los
suntuosos espacios del templo de Herodes. Hasta aquí el acto ritual. La narración introduce aquí dos
figuras judías en las que Lucas encarna simbólicamente la espera mesiánica del fiel Israel. El primer
personaje es “un hombre justo y piadoso” llamado Simeón que entona el Nunc dimittis, utilizado en
la liturgia católica como himno de Completas: “Ahora Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu
siervo ir en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los
pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Inmediatamente después, la
voz de este profeta judío, cristiano ante litteram a los ojos del evangelista, se torna sombría al
pronunciar un severo oráculo dirigido a María: “Y a ti misma una espada te traspasará el alma”.
Pero, tras la oscura profecía de Simeón, aparece la otra figura, Ana, una tierna y serena anciana de
84 años. Su presencia constante y orante en el templo, como sigue ocurriendo hoy con muchos
fieles ancianos, es como una sonrisa que “alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que
aguardaban la liberación de Jerusalén” (2,38). El telón cae sobre el pequeño Jesús judío y Lucas
anota que “el niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de
Dios estaba con él” (2,40). El evangelista seguirá esta infancia, a la espera del bar-mitzvah, señal de
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la mayoría de edad, un evento marcado por otro giro inesperado que dejamos que lean los lectores
en los versículos 41-52 del c. 2 del Evangelio de Lucas.
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