Ángeles. Espido Freire
Cuando entro en una iglesia, y más aún en una catedral, mi mirada busca
instintivamente a los ángeles que quizás albergue: en un fresco, como en la espléndida bóveda
de Valencia, donde sus alas doradas se entremezclan con los instrumentos que tocan. O
esculpidos en granito, con sonrisas que acompañan esa música invisible que se eleva en
alabanza a Dios.
Comenzaron a aparecer en la Edad Media. En el Antiguo Testamento no se menciona
en ningún momento la música de los ángeles. En el Nuevo Testamento los ángeles anuncian
mensajes o ensalzan la divinidad, pero en raras ocasiones cantan: y en eso se basaron los
primero Padres de la Iglesia para desaconsejar la música, en su esfuerzo porque la liturgia
cristiana se diferenciara de la pagana, rica en danzas y ruido. La palabra frente a la música, los
salmos frente al estruendo de los tambores.
Sin embargo, con el tiempo, la música ganó la partida: en el Códice de Hildegarda de
Bingen no solo aparecían preciosas miniaturas de ángeles músicos, muy posiblemente
dibujados por las monjas de su taller, ángeles que adoraban a la Virgen y cantaban en su
honor, sino que ella misma, abadesa preocupada por la vida de su comunidad, consideraba
que los cantos resultaban imprescindibles para organizar la vida monástica. Frente a quienes
se oponían a ello, Hildegarda defendió hasta su muerte el que la música emanaba de Dios, y
que, por lo tanto, los seres humanos podían acceder a Él a través de los cantos de los ángeles.
Imagino a esa mujer brillante, extraordinaria, aferrada a la experiencia transformadora de
la música, de la voz que elevaba su espíritu cuando cantaban en coro, y lo encendido de sus
argumentos: imagino cómo escucharía ella esa música en la que se mezclaría la cítara del rey
David con la apasionada poesía de Salomón y la armonía de las esferas. Entre aquellas
imágenes se colaría Santa Cecilia, la patrona de los músicos, con un pequeño órgano como
atributo. Imagino cómo cerraría Hildegarda sus ojos por última vez, dispuesta para despertar
cuando el ángel (algunos creen que el Arcángel Gabriel) toque la trompeta en el Día del Juicio
Final.
Muchos de los ángeles que aparecen en los capiteles y los retablos proceden de los
siglos XV y XVI, donde se da un maravilloso desarrollo de la iconografía; los gustos musicales
llevan a un rapidísimo desarrollo de nuevos instrumentos. Aún así, algunos de los que
aparecen en las manos de los ángeles solo sino fantasías de artistas: mezclas de órganos
portátiles y de cornamusas, de ocarinas y de flautas, pensados para emitir sonidos que solo
emergerían en la imaginación de los fieles que miraran hacia lo alto.
Y pronto, en las iglesias que pudieran permitírselo, sonarían los solemnes acordes de los
órganos, que se unirían a la voz humana: el grave empaque de los tubos, las obras inspiradas
en la Pasión o la Natividad se turnarían con los Aleluyas, los Glorias o los villancicos. Guitarras,
bandurrias, micrófonos, altavoces, grabaciones han ocupado el espacio antes dedicado a otro
tipo de sones, y nos han acostumbrado a una música constante, garantizada con el toque de
un botón, con un repertorio infinito, a veces insufriblemente cursi, otras sublime. Los ángeles,
mudos pero eternamente músicos, sin cuerpo, pero atrapados en piedra o pintura, sin edad,
pero llegados desde el otro lado del tiempo, sostienen ahora instrumentos hace mucho tiempo
olvidados, como un guiño a quien cree sin ver, espera sin certezas y escucha música en el
silencio.
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