EL PALACIO DE LA MEMORIA. GIANFRANCO RAVASI

 Mega biblíon mega kakόn: “un libro demasiado grande es un gran mal”. Tal afirmación, atribuida al

poeta Calímaco, se convirtió en una máxima de la poética alejandrina, amiga de los epigramas

breves y mordaces. Por su parte, Flaiano aseguraba que hay libros “tan pesados que te hacen

pensar… en otra cosa”. Sin embargo, esta vez, nos referiremos a un libro pequeño, nacido a partir

de una conferencia en la Biblioteca Apostólica Vaticana, escrito por Ivano Dionigi, rector emérito

de la Universidad de Bolonia y finísimo exégeta de textos clásicos y de eventos contemporáneos. Al

recorrer sus treinta páginas se descubre un rico sustrato de lecturas, citas y alusiones a un vasto

horizonte humanístico. El título del volumen se explicita a través de una imagen, el Palacio de los

recuerdos, del que hablaba San Agustín en el libro X de las Confesiones. De ahí se entiende que

Dionigi aluda en primer lugar a la Memoria, cuya residencia privilegiada es la Biblioteca, “depósito

de la memoria”. De ella habla como de una amante con dos características: “tradición” y

“traducción”. La primera es el relevo de la antorcha del conocimiento de generación en generación.

La segunda es la “hospitalidad lingüística”, como sugería Ricoeur en su conocido ensayo sobre la

traducción. Llegados aquí entra en escena el Libro, que es la encarnación, y que se enfrenta a una

legión de agresivos adversarios: agua, carcoma, calor, polvo, fanatismo, ignorancia … aunque,

como observaba William Blades, “en términos de poder destructivo”, el fuego supera a todos de

largo. Porque la libertad brota del Libro (liber, aunque las dos palabras latinas son

etimológicamente diferentes, suenan en armonía libro y libre). Ahí está su vitalidad, que hace de los

lectores auténticos hijos. “Se escribe solo la mitad del libro, de la otra mitad se debe ocupar el

lector”, decía Conrad. También la salvación, como había narrado Romano Guardini en su Elogio

del libro: En la última guerra, un capellán, al ver que su patrulla estaba acorralada bajo fuego

enemigo y no disponer de la Eucaristía, sacó del bolsillo su Nuevo Testamento y arrancó una hoja

para cada soldado. Se las distribuyó como una suerte de último viático. Después de la Memoria, la

Biblioteca y el Libro, aparece, el Verbo, el Lόgos divino y humano que “está en el principio. Solo

en el Nuevo Testamento Lόgos aparece 330 veces y el verbo generador légô, “decir, hablar”, 2353

veces. Dionigi concluye con un canto casi letánico a esta realidad tan frágil y poderosa, creativa y

devastadora, gloriosa e infame y trascendente y carnal. Como colofón, y dado que la voz del autor

de este libro resuena en una biblioteca, recuperamos a Hecateo de Abdera (siglos IV-III a. C.) que,

en su Historia de Egipto, describía con sorpresa cómo, al llegar a lo que creía que era la biblioteca

del faraón Ramsés II, descubrió una inscripción jeroglífica que significaba “la clínica del alma”.

Quizá este fue el mismo pensamiento que, hacia 1450, llevó al Papa Nicolás V a crear la Biblioteca

Vaticana, acompañándola en el Palacio Apostólico de la capilla que llevaría su nombre,


“Niccolina”, pintada por el Beato Angélico,y que es símbolo de un encuentro entre la cultura y la fe

y la estética y la mística.

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