La mirada de San Juan de Ávila. Jesús Sánchez Adalid
Durante las últimas semanas he estado escribiendo el guion de un documental
sobre San Juan de Ávila, cuya filmación se iniciará dentro de unos días por una
productora audiovisual experta en historia. Sin embargo, aunque el tema histórico es
ineludible, he procurado que no fuera una mera exposición biográfica, y ni mucho
menos una hagiografía al estilo de las tradicionales vidas de santos. En cambio, he
buscado acercarme al personaje con una mirada libre de ideas o sentimientos previos,
y de los tópicos y resabios de las narraciones cándidas y edulcoradas. Esto no es fácil
cuando se trata de cualquiera de los hombres y mujeres de la pléyade de santos que
proliferan en la España de los siglos XVI y XVII, y que forman parte de nuestro
imaginario con unas personalidades y unas características muy peculiares.
Juan de Ávila me ha dado mucho que pensar. Al penetrar en sus hechos, en sus
escritos y en el influjo que toda su persona produjo en sus contemporáneos, acabo
rindiéndome ante la misma conclusión que manifiestan todos los investigadores de su
vida y escritos: sin duda fue suscitado por el Espíritu en un tiempo y un espacio
concretos, aprovechando los dones recibidos de Dios para una preciosa contribución al
crecimiento de la Iglesia, a su reforma y purificación, con honda sensibilidad y
reconocida autoridad espiritual.
Todas las obras de San Juan de Ávila expresan contenidos muy profundos; pero,
a la vez, presentan un evidente enfoque pedagógico, en el uso de imágenes y
ejemplos, que dejan entrever las circunstancias sociológicas y eclesiales del momento
histórico que le tocó vivir. Esa época fue de extrema complejidad: se asumía al hombre
como centro de todos los ámbitos, pero, al mismo tiempo, los excesos de las pasiones
y contradicciones humanas manifestaban un panorama poco ejemplar. Entre otras
lacras, estaba la ineficiencia del clero en general. Si bien es cierto que había sacerdotes
sinceros y motivados por un celo espiritual y un sentido de misión, otros eran iletrados
y corruptos. Porque, debido al modo de acceder al sacerdocio que predominaba en la
Iglesia, era muy posible que alguien con una personalidad agresiva y ambiciosa se
ganarse la vida y prosperara cómodamente ejerciendo el ministerio. De ahí que no
pocos entraran por intereses puramente materiales, faltándoles la verdadera vocación
y la formación necesaria. A esto seguía la carencia de escrúpulos morales, lo cual hacía
difícil cumplir con el voto de celibato y la obligada abstinencia sexual. La práctica del
concubinato y la relajación moral del clero era cosa bien conocida, y constituye el tema
principal de la sátira en las obras literarias clásicas de la época. Así Boccaccio, en El
Decamerón; también la novela picaresca y, en un análisis más intelectual, Erasmo de
Róterdam en Elogio de la locura (el mismo autor era hijo ilegítimo de un sacerdote). La
desolación y la desconfianza de una gran parte del pueblo fiel era patente.
En esta triste realidad, la gran figura del maestro Juan de Ávila es realmente
providencial. Lo cual no significa que sus enseñanzas no sean útiles para cualquier
tiempo. El ideal de la vida cristiana, hoy como ayer, nos impulsa a mirar con humildad
la fragilidad humana, el pecado personal y comunitario, que es un gran obstáculo para
la evangelización; y nos obliga a reconocer la fuerza de Dios que, en la fe, viene al
encuentro de esa debilidad. Una conclusión se impone: la santidad es imprescindible
para reformar a la Iglesia. Por tanto, no se puede hablar de la nueva evangelización sin
una disposición sincera a la conversión. El dolor y la vergüenza forman parte de este
proceso. Solo así, purificados, podremos sentir la dignidad de ser hijos de Dios, creados
a su imagen y redimidos con la sangre preciosa de Jesucristo, para experimentar su
alegría y compartirla con todos.
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