ABRAHAM. GIANFRANCO RAVASI
“Para nosotros Abraham significa más que cualquier otra persona en la historia griega o alemana”.
Sorprendentemente, es Nietzsche quien habla así en Aurora (1881). Cierto es que el progenitor de
las tres religiones monoteístas representa una historia de fe que supera la dramática genealogía del
pecador Adán convirtiéndose así en padre de los creyentes, como indica el apóstol Pablo al
reflexionar entorno al célebre versículo del Génesis: “Abraham creyó al Señor y se le contó como
justicia” (15,6). Desde que una voz trascendente lo empujara junto a su clan a marchar de la
espléndida ciudad mesopotámica de Ur para recalar en la tierra de Canaán, hasta su muerte y
sepultura en la cueva de Macpela, el Génesis narra su historia con tono de saga. Quienes quieran
seguirla críticamente por la delgada línea que bascula entre Historia y Teología, y entre
acontecimientos y símbolos, dispone ahora del fascinante volumen de uno de los más grandes
biblistas americanos, Joseph Blenkinsopp. En él hallamos escenas que se desarrollan como en una
película, partiendo precisamente de ese viaje por el desierto en el que participan una multitud de
personajes: desde su esposa Sara hasta la esclava Agar y su sobrino Lot, desde los dos hijos del
patriarca, Ismael e Isaac, hasta la nuera Rebeca y tres misteriosos invitados. Una trama cautivadora
difícilmente ejemplificadora porque estaría despojada de los elementos típicos de la saga y las
vestiduras de la teología. Sí, porque Dios siempre se acerca de forma refulgente, pero también
desconcertante, sumergiéndose en las vicisitudes humanas incluso escandalosas, como el incesto
padre-hijas sufrido por su sobrino Lot, parábola provocadora de la etnogénesis de dos adversarios
tradicionales de Israel, las tribus de Moab y Amón. Un Dios que sella su vínculo con Abraham
mediante la promesa de un hijo (Isaac, en hebreo “sonriente”), con el acto sagrado de la
circuncisión y, además, con un imperativo inmoral y hasta blasfemo: “Toma a tu hijo único, al que
amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto” (Génesis 22,2). Esta es la
cúspide de la fe absoluta de Abraham que se consuma en la cima de una montaña, Moria. Para este
trágico momento tomaremos la voz del poeta David Maria Turoldo, que habla de la escena en una
suerte de romance sacro que concluye así: «Oh, mi Señor, ¡amado y cruel!». Kierkegaard en las
memorables páginas de Miedo y temblor, Rembrandt en su lienzo del Hermitage, Proust en la
apertura de la Recherche, Carissimi y Scarlatti en sus oratorios musicales y mil artistas más también
han escalado esa cima para revisitar un evento enigmático. Un evento que ha tenido un
extraordinario eco en la tradición judía bajo el nombre de aquedah, la “atadura” sacrificial de Isaac
por parte de Abraham. Un evento, el de Moria, que es el paradigma supremo y lacerante de la
desnudez del creer, capaz de ir más allá de las razones incluso de la Teología (la promesa y el don
del hijo a la pareja estéril Sara-Abraham), para adherirse al Dios amado en un acto de la más pura
confianza, libre de cualquier soporte experiencial y racional.
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