POLÍTICA Y RELIGIÓN. María de la Válgoma

 No, no voy a hablar de la relación, casi siempre conflictiva, entre

ambas, sino de cada una por separado y de como con los años se va

perdiendo la ingenuidad juvenil. Yo estaba persuadida de que había

políticos, me gustaran a mi o no, que querían el bien de la gente, del

país. ¿Como pensar, por ejemplo, que, a Don Manuel Fraga, que se le

llenaba la boca con la palabra España, no le iba a importar lo que

fuera bueno para su país? España había entrado en la OTAN en mayo

de 1982 con el Gobierno de Calvo Sotelo. Unos meses antes, yo había

participado en una manifestación, con pancartas que decían: “OTAN,

no, bases fuera”, el eslogan más coreado, y en esa manifestación

estaba Felipe González, que nos sacaría de la Alianza militar,( aunque

el eslogan del PSOE era bastante absurdo: “OTAN de entrada, no”).

Cuando en 1986 se plantea el Referéndum, sobre la permanencia de

España en el Organismo, con los socialistas en el poder, la postura de

éstos ya había cambiado. Pero Fraga, en lugar de recriminarles, o

decirles que al final habían hecho lo que ellos, desde el principio

defendían, optó, por pedir la abstención. Ese día yo perdí la inocencia

política y me di cuenta de que a los políticos solo les importaba el

poder. Que ahora, cínicamente, ante un decreto que favorece a una

gran mayoría de españoles, a los que más lo necesitan, se diga “no

vamos a dar nuestro sí a cambio de nada” (de nada de lo que su

partido quiere conseguir), ya no me escandaliza, pero sigue

doliéndome. Ese era el capítulo Política. Y ahora paso a la Religión.

Hace unos años, rompiendo papeles, me encontré unas notas

escolares de cuando tenía 9 años. En el apartado “observaciones”, la

monja había puesto: “Aunque es una niña piadosa, niega las

verdades de la Iglesia”. La verdad de la Iglesia, que yo había negado

era la existencia del Limbo. Desde muy pequeña he tenido una

sensibilidad especial para las injusticias y el limbo me parecía una

injusticia suprema. Un “no lugar”, donde los pobres niños “no

sufrirían ni gozarían”, un tedio infinito por los siglos de los siglos (yo

no se lo dije a nadie, pero a pesar de las quemaduras, pensaba que

el infierno, al menos por los dibujos, era más entretenido). Ya ven

que yo no negaba las verdades de la Iglesia, simplemente me

adelanté. Siendo ya adolescente, discutí con mi profesor de Religión,

un gran sacerdote, diciéndole que no creía en la infalibilidad del Papa.

Lo cual era bastante peor que lo del limbo, porque esto era un dogma

de la Iglesia, si el Papa hablaba “ex cathedra”. Yo insistía en que todo

el mundo, sea o no Papa, se equivoca, y como errar era humano, y el

Santo Padre también lo era, podía equivocarse, daba igual cómo y

sobre qué versara lo dicho. Y sigo pensándolo (¿será ésta mi ultima

vez en la Última? Si es así, ustedes sabrán el por qué). Lo volví a

pensar hace dos días, cuando el Papa Francisco, un Papa al que

aprecio y del que valoro mucho su labor en la Iglesia, se metió en un

penoso “jardín” al hablar de una manera estereotipada, de nueras y

suegras. Insisto, me gusta Francisco, pero no entiendo su locuacidad

por decir cosas, a veces importantes, en los aviones, ante la prensa,


cuando hace viajes o como esta vez, en una audiencia en Roma.

Perdonen tanta referencia personal, pero quería compartir con

ustedes dos de los temas que me han llamado la atención esta

semana. Y como decía Forges con Haití, no nos olvidemos de Ucrania,

como nos hemos olvidado de Afganistán, que nos parece ya tan

lejano. Así de débil es nuestra memoria y nosotros mismos.


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