Creyentes y no creyentes. Francesc Torralba
El diálogo entre creyentes y no creyentes tiene que ser sincero, abierto,
respetuoso, sin pretensiones de superioridad por ninguna de las dos partes. La
posición agnóstica de algunos filósofos y científicos merece todo respeto por
parte del creyente, así como también la posición del creyente merece todo
respeto por parte del no creyente.
Hay muchos lugares de encuentro, muchos campos de intersección,
compartimos deseos esenciales. Anhelamos un mundo en paz, una sociedad
justa, un desarrollo sostenible, una extensión de los derechos para todos, una
relación armónica con la tierra, la desaparición de las guerras, los genocidios,
las crueldades y cualquier forma de violencia.
Debemos identificar y examinar los prejuicios y malentendidos de cada una
de las partes; reconocer profundamente los errores cometidos y avanzar en la
búsqueda fundamentada de consensos. Es un malentendido afirmar, como
hace Richard Dawkins, que para los creyentes “cuanto más desafíen las
creencias a las evidencias, más virtuosos serán” o la correspondiente, por parte
de los creyentes: “Creer es hacer un sacrificio del entendimiento”.
La fe no es un sacrificio del entendimiento, ni una especie de concesión a la
irracionalidad, a lo absurdo o a la contradicción. La fe trasciende a la razón,
pero las verdades de la fe no niegan, ni contradicen las verdades a las que se
accede por vía racional.
Para que el diálogo sea fluido debemos distinguir por una parte los hechos
de la experiencia y por otra la interpretación que se hace de estos hechos. La
fe no debe temer los resultados de la ciencia. Se afirma en el Concilio Vaticano
II que la investigación metódica en todos los campos del saber, si está
realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas
morales, nunca será contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la
fe tienen su origen en un mismo Dios.
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Sin embargo, la ciencia no es suficiente para responder a todas las
preguntas importantes. El sentido de la vida humana, la realidad de Dios, la
posibilidad de una vida después de la muerte y muchos otros interrogantes
espirituales caen fuera del alcance del método científico. Por ello, la ciencia no
es el único camino de conocimiento. La visión espiritual del mundo ofrece otro
camino para encontrar la verdad.
La hipótesis de Dios no es un asunto científico, no es un tema que la ciencia
pueda resolver con sus propios métodos. Y ello no por causa de la superioridad
de la religión o de la teología, sino en virtud de la propia naturaleza de Dios y
de los límites inherentes al método científico. La ciencia, para decirlo al modo
de Ludwig Wittgenstein, intenta explicar el mundo de los hechos, lo que sucede
en el mundo natural, pero no puede tomar postura cuando determina si el único
mundo que existe es el mundo de los hechos.
Escribe Adolf von Harnack en La esencia del cristianismo que la ciencia
pura es algo maravilloso, pero, en las cuestiones sobre el fin y el para qué, no
puede dar ninguna respuesta, tanto hoy en día como hace dos o tres mil años.
Sí que nos enseña sobre los hechos, nos descubre las contradicciones y
coordina los fenómenos y rectifica los errores de nuestros sentidos y de
nuestras representaciones, pero sobre dónde y cómo empieza la curva del
mundo y la curva de nuestra propia existencia y hacia dónde lleva esta curva,
la ciencia no nos enseña nada.
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