La voz de la Providencia en mi vida. Jesús Sánchez Adalid
La Providencia divina no es una verdad difusa, ni una suerte de dogma de
contornos poco nítidos. Es un misterio que, cuando se ha sentido cerca, se acaba
reconociendo como una regla inmediata, directa, precisa. Solo entonces se comprende
que hay una amorosa existencia delineada por Dios para cada uno de nosotros. Y
aunque resulte imposible contar la vocación personal, uno sabe reconocer las voces
que en ella intervinieron…
Mis primeros encuentros con don Antonio Montero no tuvieron lugar en un
ámbito eclesial, sino puramente social. Él era el obispo de Badajoz y yo un juez
jovenzuelo a quien el nuevo cargo le caía grande. Coincidíamos en actos civiles: la
fiesta de la policía, la patrona de la guardia civil, la bendición de un nuevo juzgado…
Enseguida me atrajo la personalidad de aquel clérigo menudo de estatura y de una
altura intelectual inmensa, tranquilo y sonriente, de amable trato y asombrosa
perspicacia. Seguramente, él sentía a su vez curiosidad por aquel muchacho que ya era
juez con veinticuatro años. Luego vino todo lo demás…
Me correspondió ejercer la judicatura en tiempos recios. Eran los agitados años
ochenta, con la célebre Transición a la democracia, en la que la sociedad española se
abría a un mundo nuevo de libertades e ilusiones, pero con tremendos problemas:
drogadicción, delincuencia, conflictos políticos, terrorismo… Cada jueves, tras la sesión
de juicios penales, un furgón de jóvenes delincuentes (drogadictos en su mayoría) era
enviado a la prisión provincial de Badajoz. También debía asistir al levantamiento de
cadáveres, a las redadas policiales, a los reconocimientos judiciales tras las peleas,
heridos, etc. La fiscal que había ejercido en el mismo juzgado que yo (Carmen Tagle)
fue asesinada a tiros por la ETA tras tomar posesión en su nuevo destino en Madrid.
Me enteré del suceso viendo el noticiario de la televisión. Mi experiencia fue
demasiado impactante para tan corta edad. Me asaltaban muchas preguntas. ¿Qué me
estaba pasando? Por un lado, mi vida era la de cualquier profesional joven: el trabajo,
el prestigio, la vanidad, las chicas, las diversiones… Por otro lado, una voz interior me
hablaba y me decía que debía dejar todo aquello, que mi futuro no iba a ir por ese
camino. Pensé en ser cooperante, me asocié a Amnistía Internacional, asistí a
reuniones y encuentros reivindicativos en materia de derechos humanos, y también
colaboré en la fundación de una asociación de Madres contra la droga… Fui muy activo
e inquieto durante un tiempo. Pero mi voz profunda insistía pidiéndome algo más.
Hasta que conocí a don Antonio Montero y le abrí mi alma. El me escuchó y me sugirió
que tal vez tuviera vocación al sacerdocio. En los dos años siguientes esa invitación
fructificó. Dejé la judicatura. Siguiendo su consejo, fui a estudiar Filosofía con los
dominicos en Alcobendas. Después ingresé en el Seminario de Badajoz. Don Antonio
supo hacerme comprender lo importante que era sentirse “encarnado”, y no sólo
“incardinado”, donde el cura ha de ejercer su ministerio. Siempre estuvo ahí, como un
verdadero padre y guía.
Ahora, al recordar lo que supuso su persona en mi vida, vuelvo enfocar en el
plano íntimo y personal ese gran misterio que es la elección y la predestinación del
hombre. «En tantos sucesos, no llamativos, ni dolorosos, ni especialmente agradables,
sino normales y corrientes, somos capaces de discernir más tarde que Él ha estado con
nosotros (...), por ejemplo, la escuela a la que uno fue enviado cuando era niño, o la
ocasión en la que coincidimos con aquellas personas que tanto bien nos hicieron, cosas
aparentemente accidentales que después determinaron nuestra llamada. Es la mano
de Dios que está siempre conduciéndonos hacia delante por un camino que
desconocemos». Hago mías estas preciosas palabras, escritas por Jhon Henry Newman
con claro sentido autobiográfico, en su sermón 17 (Christ Manifested in
Remembrance).
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