Cielo y tierra . Espido Freire



Recuerdo que de niña la parte que más me interesaba de la misa era aquella que atraía

también a turistas y a protestantes, deslumbrados por la ceremonia, los colores y el arte que,

como un telón extraordinario, envolvía la sensación de misterio y de consuelo. Las iglesias que

frecuentaba eran del siglo XVIII, con unas tallas de mérito mediano que destacaban la figura de

San Pedro y San Roque y algún cuadro bueno en el que, bajo la pátina del humo y el tiempo,

se perpetuaba algún milagro local.

Así aprendí a distinguir los cuatro elementos, porque en el imaginario de los artistas, casi

siempre anónimos, la iconografía se mantenía siempre clara, aunque las proporciones fueran a

veces extrañas. La tierra se mostraba bajo los sólidos pies de los pastores, bajo el volumen

contundente y un poco aterrador de Santiago, que la regaba con sangre enemiga. Se abría

para que brotaran los resucitados, sin una huella de tizne, incólumes y perfectos, como si en

sus tumbas hubieran tenido tiempo para descasar y liberarse de las mezquindades de la carne.

Se mostraba fértil en el Edén, con sus manzanas jugosas y sus lirios y hierbas.

El aire se insinuaba en los cendales que apenas cubrían el cielo, siempre azul, en las

alas de los diminutos querubines que asomaban sus rostros cantarines bajo los pies de los

santos. En él se elevaba la Inmaculada y la Milagrosa, con su corona de estrellas y una luna en

cuarto bajo los pies, la mirada fija en aquella Tierra de la que partían. Se evocaba en el escorzo

de la Santísima Trinidad que, situados en lo alto del retablo, no perdían coma desde allí, la

metáfora de lo más elevado, como si más allá no hubiera nada, ni el pensamiento. Lo veía, en

fin, en las descripciones de las Ascensiones, en los remedos de la Capilla Sixtina que

abundaban y que no cabía lugar que tenían lugar en un pasado atemporal y en un espacio

concreto, ese cielo entre cian y añil, tachonado de estrellas esmaltadas, tan lejos, tan a mano.

El agua presidía otras hornacinas, con la Virgen del Carmen y sus discretos exvotos

marino, con un Noé encerrado sobre un diluvio iracundo, en un arca en el que asomaba la

cabecita de una jirafa. O Jesús caminaba sobre las aguas, o un díscolo Jonás con medio

cuerpo fuera de la ballena, unas ballenas conmovedoras e inverosímiles, más y más exóticas

según nos alejábamos del mar, porque yo me crié en el País Vasco, tierra de cazadores de

estos animales, donde no había que explicar cómo eran. Pero poco a poco entendí que así

como los elefantes de mi zona nacían de descripciones febriles que se pasaban de artistas a

artistas, las ballenas podían parecerse a baúles gigantescos, a submarino o a lanchas.

Quedaba, por fin, el fuego; no el de las velas, no la lucecita eterna junto al sagrario, sino

la perturbadora llama que ardía eternamente en los corazones de Jesús y María, y otros

fuegos, los que servían de alfombra a las máscaras deformadas de los demonios, y los que

más me conmovían, los que veía (hubo un tiempo en el que se retiraron de muchas iglesias) en

los retablos dedicados a las Ánimas del Purgatorio, con esa segunda oportunidad de redimir

culpas y expiar pecados entre brasas y llamas. Entendía bien el ardiente remordimiento de lo

mal hecho, me aludía más que cualquier otra imagen. Aprendí todo eso mientras creía que solo

escuchaba doctrina y sermones Quizás sea así siempre la vida.



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