Acompañamientos personales. Pablo d'Ors

 El camino espiritual que emprendí hace casi cuatro décadas no me ha ahorrado -que yo sepa- nada de lo oscuro. Al contrario: me lo ha puesto siempre bien delante para que escoja cómo vivirlo. Aquí debo admitir que no habría crecido interiormente si no hubiera tenido que vérmelas con la noche. También confieso lo mucho que me satisface no haber perdido la esperanza conmigo. Todavía más: sigo soñando con que puedo ser mejor, con que puedo ayudar más a quienes piden mi ayuda.

Sigo leyendo con fruición, como si de un momento a otro se me fuera a revelar quién sabe qué cosas. Sigo sentándome en silencio y en quietud, como cuando en el 2005 empecé con esta práctica. Quienes me conocen saben que me sigo formulando incontables preguntas, y que todas las mañanas recito el evangelio de la Transfiguración, que se ha convertido en el lema de mi vida. Tras esta recitación, beso el Cristo de Asís, mi gran amor; me pongo en manos de la Virgen del Vacío, así es como yo la invoco; y, casi siempre en soledad, celebro la eucaristía, el rito con que apunto a mi destino. Estas son mis prácticas espirituales, modestas, desde luego, pero creo que eficaces. Gracias a ellas, y a quienes me han querido, hoy me siento más cerca de quien quiero ser y de quien realmente soy.

Todo este entrenamiento me ha hecho darme cuenta, cada vez mejor, de la multitud de emociones que me atraviesan a cada instante, normalmente muy diversas entre sí y, en ocasiones, contrapuestas. Esta contradicción que soy es probablemente lo que más me ha entrenado para acoger y escuchar a los demás. Como soy empático por naturaleza, suelo sentir el malestar ajeno en carne propia, lo que significa que vivo la preocupación, el miedo, la rabia y hasta la angustia de mis contemporáneos. Pero también, por fortuna, porque no todo es oscuro, su paz, su amor y su alegría.

                             El mundo del dolor me visita regularmente. No me refiero ahora a mis propios achaques, que ya van apareciendo, sino al sufrimiento de quienes me abren su corazón, sea visitándome o escribiéndome. Porque cada vez son más los que me envían correos para contarme sus perplejidades y desdichas. También sus esperanzas e ilusiones, por supuesto. Me cuentan que han perdido a un ser querido y que no saben cómo elaborar ese duelo. Me piden consejo para hacer las cuentas con la enfermedad que les ha tocado. Me hablan de sus tribulaciones económicas y afectivas, de la descomposición de su familia, de la imposibilidad de adaptarse a la vertiginosa marcha de nuestra sociedad, hechizada por la tecnología. También hay alguno que me habla de Dios, de su búsqueda, de su sed, de su silencio atronador. Aquí puedo decir que a ninguno de todos ellos les doy una palabra convencional o una frase para salir al paso. Los miro con indulgencia, con comprensión, y casi siempre veo en ellos, si les miro bien, un rostro que me resulta familiar. Es mi propio rostro, huelga decirlo. Sea lo que sea lo que me cuentan, soy yo, al menos mientras me lo cuentan, quien lo protagoniza. Luego, más tarde, cuando se van, consigo distanciarme; pero mientras están ahí, sentados en el sofá naranja de mi salón, ese hombre o esa mujer soy yo, siempre yo.

Escribo esta página para hacer justicia literaria a mi realidad, contando lo que me pasa, abriendo una ventana a la luz. La función del arte en general y de la literatura en particular es simbólica, es decir, trata de unir al hombre con algo más grande que él mismo: los otros, la cultura, el universo, Dios… Toda literatura que merezca ese nombre busca comunicar y, sobre todo, revelar, esto es, descubrir lo real. Yo escribo para ser mejor y para, en ese intento, ayudar a otros a serlo. Los días pueden ser todo lo inciertos que quieran, pero las palabras -si están alentadas por el amor- siempre serán certeras.


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