Agujas hacia el cielo. Espido Freire

En mi último viaje a Inglaterra, en el que llevo conmigo a una veintena de lectores

interesados en ver dónde se gestó la literatura y las obras de diversos autores, hemos visitado

varias catedrales: todas ellas pertenecían al estilo gótico primitivo inglés, y por lo tanto habían

sido erigidas en torno al siglo XIII, cuando el que después desgajara la Iglesia anglicana de la

católica ni había nacido ni se le esperaba.

La reacción de esos viajeros era de admiración, de pasmo, y de una extraña fascinación

por lo que de diferencia, (y de manera menos abierta, de superior) tenían esas catedrales

frente a las españolas. Me extrañó que asumieran que esos monstruos hermosos compuestos

de vidrieras y de agujas se habían construido con la fe protestante ya en mente. Muy

probablemente las ubicaran en algunas de las fantasías históricas que en forma de series o de

películas los británicos dominan con maestría: las fechas son más resbaladizas que las

imágenes y las impresiones. Y aunque el interior de esas catedrales sí muestra algunas

diferencias debidas a la diversidad de cultos, los coros, el altar, la distribución en cruz, los

claustros no han experimentado prácticamente variaciones. Consideraban que una catedral

construida por y para los católicos era superior a otra construida por y para los católicos

españoles, por el mero hecho de que su uso actual era protestante y porque determinadas

ficciones nos han convencido convenientemente de un complejo de inferioridad que asoma al

mínimo rasguño.

Las catedrales góticas siguem fascinando porque esa era una de sus funciones, la de

mostrar la belleza y el poder de la Iglesia, y por lo tanto de Dios, entre unos muros ligeros en

los que la luz y los colores se enseñoreaban del espacio. Lejos quedaba el monasterio

románico, donde los monjes realizaban labores de evangelización, de rezo y de trabajo, con un

voto de humildad más o menos esbozado. La generalización de las órdenes mendicantes

cuestionó la necesidad de un monasterio: estas ya no lo usaban como vivienda o lugar de

trabajo, sino como base, y por lo tanto las donaciones de los mecenas se derivaron hacia otro

tipo de construcción,primero de enorme sobriedad, pero con detalles costosísimos, como las

primera vidrieras.

Después, según la técnica y la fantasía se hicieron con el estilo, los frescos, y los

retablos, y en especial los vitrales se convierten en encargos donde los mejores artistas

vuelcan las creencias de la orden o el patrono, y llevan a cabo una labor de evangelización a

través de esa belleza, de esa elevación y de esa luminosidad que se despoja de lo puramente

físico para llevarnos a otro lugar, a otros lugares.

Incluso con las visitas rápidas y superficiales que estos días realizamos a esas

catedrales su espíritu se nos queda prendido, como si atravesáramos una bandada de

mariposas y nos cedieran algo de sus alas. Quizás ahora no sepamos encaminar esa catarsis

hacia la fusión con Dios, y por eso la reduzcamos a algo más banal, a la satisfacción de una

historia ya vista, hacia la perfección técnico de una escena en la que de fondo apareció esa

capilla o esa torre: pero el alma intuye que algo más hondo radica ahí. Los sentidos dudan,

como si ya hubiéramos estado allí mucho tiempo antes y hubiéramos escuchado un mensaje

diferente al actual. La prisa convierte la experiencia en recuerdo. Pero el recuerdo también


permanece, de una manera u otra, y eso lo sabían bien quienes las levantaron: no en balde

sabían predicar a quienes no querían escucharles.




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