La receptividad. Francesc Torralba

 No basta con la salida de sí para que el diálogo tenga lugar. Se requiere,

junto a tal movimiento, otra operación, tan fundamental, como aquélla: la

receptividad.

La receptividad es la condición indispensable para el diálogo. Es la

disposición a auscultar el pensamiento ajeno, a hospedar la palabra del otro,

pero también su gesto y todo lo que expresa a través de lo no verbal. La

receptividad es el a priori del diálogo, el único modo de poder acercarse a la

postura ajena. La atenta escucha de la palabra del otro incomoda, inquieta,

casi diría, que violenta las propias estructuras mentales y credenciales porque

pone en crisis lo que uno piensa y cree.

La práctica del silencio es fundamental para desarrollar una atenta

receptividad. El silencio es un poderoso juego de lenguaje que tiene un papel

decisivo en el acto de la comunicación, no sólo porque predispone a la

escucha, a la acogida de su salida de sí; sino porque el mismo silencio es un

modo de dar a entender lo que uno cree. Sin silencio interior, no puede existir

una atenta receptividad.

Practicar el silencio activo es un modo de desasirse de lo propio, de esa

nube de pensamientos, de emociones y de creencias que nos acompaña

permanentemente, para dejar espacio al otro, para que vierta su mundo dentro

de nuestro propio mundo. Es darle la posibilidad para que nos altere. El silencio

es el clima idóneo para transitar de lo accidental a lo esencial, de lo superficial

a lo profundo, de la anécdota a la categoría. Quizás por ello es una experiencia

tan sumamente temida en la sociedad presente.

Uno está naturalmente dispuesto a acoger lo que es connatural a él, lo

que le resulta armónico con su modo de sentir y de pensar, sin embargo, le

resulta inquietante hospedar una palabra incómoda en su interioridad y tener

que habérselas con ella, en un acto de digestión emocional e intelectual. La

disposición a participar de esta incomodidad, a vivir esta inquietud es el

requisito básico para realmente establecer el diálogo entre creyentes y no

creyentes. La inquietud no está reñida con la amabilidad y la cortesía, menos

aún con la buena educación; pero alude a una predisposición difícil.


No todos los seres humanos poseen el mismo nivel de receptividad, la

misma capacidad de escucha y de hospitalidad, especialmente en lo que

respeta a las cuestiones del espíritu.

Existen dos grandes obstáculos a la receptividad: la dispersión, por un

lado y la saturación por otro. En el primer caso, la mente está inquieta y no se

detiene en ningún objeto. En el segundo, está tan colapsada que solo puede

vaciar lo recibido.

Escribe el Papa Francisco: “Después el escuchar al otro, la capacidad

de escuchar, no discutir enseguida, preguntar, y eso es el diálogo, y el diálogo

es un puente. El diálogo es un puente. No tenerle miedo al diálogo, no se trata

del San Lorenzo-Lanús, que se juega hoy, a ver quién gana. Se trata de

juntamente ir poniendo las propuestas para avanzar juntos. En el diálogo, todos

ganan, nadie pierde. En la discusión hay uno que gana y otro que pierde o

pierden los dos. El diálogo es mansedumbre, es capacidad de escucha, es

ponerse en el lugar del otro, es tender puentes”



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