¿Quién nos separa?. Jesús Sánchez Adalid
En estos últimos años han ido tomando cuerpo en la Iglesia actitudes de
nerviosismo, de miedo y exasperación ante la realidad que se impone: la
descristianización progresiva de la sociedad. Lo cual, en algunos sectores, ha
provocado un desconcierto que se ha ido transformando en reacción de
autodefensa. También lo observo día a día en mi misma parroquia, entre fieles
sinceros. Hay bastantes católicos que están preocupados, desalentados,
manifestándose a veces hasta con agresividad. De vez en cuando, incluso
algún sacerdote puede sorprenderte con frases tan rotundas y terribles como:
«El papa Francisco es masón», «El cardenal Omella es separatista», «El
Concilio Vaticano II es un fracaso», «El obispo tal o cual es un hereje»… Uno
se queda estupefacto ante la ligereza y la normalidad con que estas cosas se
manifiestan. Pero enseguida aparece la raíz de todo, cuando alguien te dice
que tales declaraciones se publican diariamente en medios pretendidamente
cristianos que tienen gran difusión en Internet. Porque a nadie se le oculta que
estas actitudes son alimentadas por determinados blogs y páginas webs,
empeñados en señalar a la sociedad moderna como el gran adversario de la
Iglesia; como si de pronto, hubiera decidido destruir de raíz al cristianismo, y
hay que defenderse frente a ella como sea. Así que, de manera poco
consciente, la denuncia, el ataque y la condena se imponen como el único
programa pastoral posible, considerando que esta es la tarea más decisiva y
urgente de la Iglesia. Nada resultará más válido para estos ultracatólicos que
ser agresivo, intransigente o beligerante. Con la consiguiente exigencia a los
obispos de lanzar una permanente arenga admonitoria en temas de moral o
política. Los agitadores animan sin descanso para que parezca que los obispos
atacan a los obispos, los sacerdotes atacan a los sacerdotes y todos se
revuelven unos contra otros, señalando indirectamente al actual papa como el
culpable último. Porque, aunque Francisco no haya introducido grandes
cambios de fondo en la doctrina, sus expresiones públicas y su estilo han
despertado esa resistencia feroz que aflora en estos sectores.
Uno se queda horrorizado cuando ojea esas páginas en la red: insultos,
crueles descalificaciones, juicios temerarios, calumnias… Y todo ello encerrado
en un envoltorio aparentemente cristiano. ¡Qué triste es ver surgir una suerte
de movimiento pendenciero usando el nombre de Cristo! Y aun más triste es
comprobar que tiene su éxito ese género, con incondicionales por cientos de
miles y todo un ejército de corifeos en los comentarios que se amparan en el
cobarde anonimato. Son personas que, bien por la extraña gratificación que les
produce destruir, bien por algún interés espurio perseguido, van a sembrar
división como el mercenario a la guerra, con entusiasmo y excitación. Y no
olvidemos que el divisor sabe "robar el corazón" a los descontentos y a los
ingenuos, apelando al instinto de conservación y al miedo; pero nunca
buscando reformas o mejoras, sino escombros…
Nada de eso tiene que ver con el verdadero espíritu de Jesús, que como
rezamos en el Credo es “dador de vida”; y que confía su misión a sus
discípulos, enviándolos sencillamente como corderos en medio de lobos.
¿Cómo haremos pues creíble el mandamiento de Cristo si generamos odio y
no amor?
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